Reportajes
Las lecciones de la masacre de las bananeras en Colombia
Por Nicolás Pernett | The New York Times
BOGOTÁ— La historia de Colombia es una exasperante repetición de equivocaciones. Así la representó Gabriel García Márquez en Cien años de soledad, la novela que cuenta la historia de Macondo, un lugar ficticio que podría ser cualquier pueblo colombiano. Cuando el libro apareció, en 1967, Colombia vio en un espejo literario su inconciencia política y sus vicios históricos. Además, ayudó a desenterrar un episodio que había sido soslayado por los historiadores: la masacre de las bananeras.
La matanza fue el desenlace de una huelga de los trabajadores de la United Fruit Company, quienes, después de semanas sin avances en las negociaciones, decidieron congregarse en Ciénaga, municipio del departamento del Magdalena. Pero en la madrugada del 6 de diciembre de 1928 el ejército colombiano, bajo el mando del general Carlos Cortés Vargas, ordenó a la congregación dispersarse. Como nadie se movió, abrió fuego. Hasta ahora no se sabe cuántos muertos hubo, pero se habla de cientos de víctimas, incluso, según un informe del entonces embajador de Estados Unidos en Colombia, más de mil personas fueron asesinadas.
Hoy, noventa años después, el fantasma de la masacre sigue rondando a Colombia, una “república bananera” en la que persisten las condiciones que llevaron al desenlace trágico de 1928. Un país en el que los trabajadores todavía no tienen condiciones dignas y en el que la protesta social sigue estigmatizada.
En la novela de García Márquez, después de la masacre, los más de tres mil muertos fueron arrojados al mar. Pero al día siguiente nadie recordaba lo que había pasado. Algo similar sucedió en Colombia, donde un escándalo de corrupción o violencia termina borrando al anterior y todo se olvida muy pronto. A diferencia de Cien años de soledad, en Colombia no se ha llegado a prohibir la memoria de la masacre de las bananeras por decreto, pero tampoco han faltado intentos de desestimar su importancia: en noviembre de 2017, la congresista María Fernanda Cabal, del partido Centro Democrático, se refirió a la masacre como un “mito histórico” de la “narrativa comunista”, que ha sido exagerado debido a su representación literaria.
La masacre de las bananeras, sin embargo, no es una invención: es un episodio irresuelto en la historia colombiana. En la abundante historiografía disponible se muestra que la United tuvo ventajas fiscales dadas por el gobierno de Colombia y que se libró de cumplir obligaciones laborales porque no contrataba directamente a sus trabajadores. Se sabe con certeza que el gobierno manejó la protesta como un asunto de orden público y no como una disputa laboral y hay testimonios serios que prueban que los muertos por la represión fueron más de los 47 que el ejército reconoció oficialmente. Pero, sobre todo, también está claro que Colombia no aprendió las lecciones de la tragedia: los trabajadores en ciertos sectores de la economía siguen en un estado de enorme vulnerabilidad. Las condiciones laborales en el país no han cambiado mucho desde los tiempos de las bananeras.
El gobierno de Iván Duque, como el de sus antecesores, sigue favoreciendo un modelo diseñado para beneficiar a las grandes empresas, sin mejorar las condiciones de los trabajadores. En Colombia, las empresas mineras han recibido exenciones tributarias que han aumentado sus ganancias y los grandes consorcios financieros han asegurado sus negocios gracias a la Ley 100, que desde 1993 ha sido confeccionada para su provecho.
Esta política, conocida como “confianza inversionista” y continuada por Duque, ha defendido la postura según la cual cuantas más ventajas se les dé a las grandes compañías para su funcionamiento, más inversión y empleos habrá. Este credo económico, que nunca ha sido probado completamente, no es muy diferente al que mantuvo a la United trabajando más de medio siglo en Colombia con ganancias que superaban lo que dejaba en impuestos a la región.
En la actualidad, la mayoría de los trabajadores colombianos sobreviven en medio de una enorme informalidad que pone en riesgo sus ingresos y su seguridad social. En las últimas dos décadas, los gobiernos sucesivos han impuesto la flexibilidad laboral como estrategia de creación de empleo. Más de la mitad de la economía colombiana es informal y buena parte de la fuerza de trabajo tiene contratos de prestación de servicios, que suelen durar semanas o meses y que pueden ser suspendidos sin explicaciones.
Esta situación se ha empeorado en los últimos años con el crecimiento de las compañías de la llamada economía colaborativa, como Uber o Rappi. Esta última, una empresa colombiana de servicio de entregas a domicilio que ha crecido en todo el continente, exige a sus “rappitenderos” a comprar sus propios implementos de trabajo, pueden ganar menos de un dólar por servicio y no cuentan con un seguro de trabajo mientras recorren en bicicleta ciudades congestionadas como Bogotá. Además, igual que la United en 1928, empresas como esta pueden decir que no tienen empleados, pues solo sirven de intermediarios digitales.
Duque ha prometido aumentar el empleo formal y reducir la pobreza a través de propuestas como la “economía naranja”, que busca fomentar el emprendimiento creativo y las empresas culturales. Pero durante su campaña electoral, presentó a Rappi como un ejemplo exitoso de economía naranja.
Colombia es el segundo país más desigual del continente, y esta situación ha despertado la inconformidad social. No obstante, las protestas siguen estigmatizadas como manifestaciones con intereses ocultos. Si hace noventa años acusaban a los huelguistas bananeros de estar coordinados desde Moscú, hoy las protestas sociales, según el ministro de Defensa, Guillermo Botero, son financiadas por grupos ilegales.
Toda la historia no es otra cosa que historia contemporánea, dijo Benedetto Croce; hoy, la memoria de la matanza bananera sigue siendo vigente. Por eso, el “pacto por la equidad” que Duque anunció en noviembre y está pensado para combatir la informalidad en el trabajo no puede quedarse solo en un discurso. Pronto tiene que traducirse en estadísticas que demuestren que cada vez hay más colombianos integrados a la economía formal y con condiciones dignas de trabajo. Manejar el descontento social y la protesta sería mucho más efectivo en Colombia si en lugar de la intimidación y la violencia se hace responsables a las empresas, colaborativas o no, de proteger a sus trabajadores. En la era digital, las nuevas plataformas de tercerización laboral deben ser reguladas. La digitalización del empleo no tiene por qué significar que los beneficios del Estado de derecho se hagan simplemente virtuales.
Jamileth
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