Reportajes
Vivir en Tijuana junto al muro fronterizo
Por Elisabeth Malkin | The New York Times
TIJUANA, México — El vecino de Esther Arias está construyendo una cerca nueva —muy alta— y la construcción le ha cobrado factura.
“Perdón por el desorden”, dijo Esther, al señalar las virutas de metal esparcidas en su patio trasero, los restos del antiguo muro del vecino que quitó para poner el nuevo.
Esther no parecía muy molesta por los inconvenientes, pero incluso si hubiese sido de esas vecinas que se quejan por todo, no habría servido de nada.
Vive justo en la frontera de México con Estados Unidos, en Tijuana, y se sabe que su vecino tiene mucho poder: se trata del gobierno estadounidense.
Los agentes de la Oficina de Aduanas y Protección Fronteriza de Estados Unidos le prometieron que no la molestarían mientras se llevaban a cabo los trabajos. “Los respeto y me respetan”, dijo Esther.
Tijuana se encuentra justo al lado de la línea recta que se trazó en 1848 para dividir México y California. La mancha urbana de la ciudad ahora se extiende alrededor de 24 kilómetros al este desde el océano Pacífico hasta el lugar donde las últimas casas parecen esparcirse hacia los matorrales.
Ahí, el muro fronterizo se acaba sin más ni más, como un libro que se cierra, a medida que la línea divisoria comienza a elevarse hacia las escarpadas montañas.
De todas las casas que se encuentran a lo largo de la frontera, puede que la casa de cemento donde Esther, de 52 años, crió a sus cinco hijos, sea la más cercana a la barda que ahora define la frontera. La valla estadounidense funge también como la valla de su patio trasero.
Sin embargo, la división no siempre fue tan marcada.
Durante mucho tiempo, Esther no reparaba mucho sobre la valla, ya que en sus puntos más sobresalientes solo era un alambre de púas colgado entre postes. Fue recién a principios de la década de los noventa que Estados Unidos usó el acero que había empleado como pistas de aterrizaje para los helicópteros en Vietnam para construir un muro.
Con el paso de los años, ese primer muro, ahora decorado con murales, se ha extendido.
Hay una segunda barda que se extiende detrás de la mayor parte del primero, y entre ambos hay una zona repleta de cámaras, sensores y reflectores.
Este año, la agencia fronteriza estadounidense comenzó a remplazar el antiguo muro de metal. Las nuevas secciones, con una altura de entre 30 y 48 metros, están hechas de postes de acero con muy poca separación entre ellos, sobre la cual hay una placa de acero diseñada para hacer difícil que alguien pueda escalarlo.
A pesar de estos cambios, si le preguntas a cualquiera en Tijuana sobre el muro, o “la línea”, probablemente solo encojan los hombros: el muro siempre está presente, pero no es una preocupación.
“Vivimos muy a gusto aquí”, dijo Elizabeth Quintana, de 73 años, propietaria de un pequeño restaurante ubicado en una casa al final de un callejón que desemboca en el muro.
Cuando se mudó al vecindario Libertad de Tijuana, en 1972, lo único que señalizaba la frontera eran unos cuantos postes de cemento que llegaban a la altura de su barbilla. La única queja de Elizabeth acerca de los enormes barrotes de acero que marcan la línea estos días es que, para instalarlos, “quitaron todos los árboles”, dijo.
La vida diaria en Tijuana está definida menos por el muro fronterizo como un obstáculo impenetrable que por el flujo de movimiento entre sus dos lados, o, para muchos, la esperanza lejana de hacer ese recorrido.
Alrededor de 150,000 personas se dirigen todos los días hacia el norte rumbo a San Diego, a pie o en auto para atravesar dos cruces fronterizos. Miles de camiones pasan por un cruce diferente; llevan productos hechos en México con destino a las tiendas y fábricas estadounidenses.
Este paso es un ritual diario para muchos de los que son ciudadanos estadounidenses o ciudadanos mexicanos con tarjetas de residencia permanente o visas que les permiten moverse libremente.
Los primeros viajeros diarios llegan de madrugada. Los automóviles se van formando en dos decenas de carriles en el cruce de San Ysidro; durante la espera, los conductores revisan sus correos electrónicos, se maquillan, tejen o les piden a sus hijos que vayan en el asiento trasero camino a la escuela en Estados Unidos.
“¿Cómo me siento?”, dijo Asheila Ramírez, de 40 años, quien hace el recorrido entre la casa de su tía en Chula Vista, California —donde trabaja limpiando casas y como conductora de Uber— y la casa de su madre en Tijuana varias veces a la semana. “Es normal para mí”, dijo. “En serio, estoy acostumbrada”.
Como parte de su recorrido, estos viajeros pasan junto a puestos que ofrecen jugos de fruta, churros y burritos, o al lado de personas en muletas que piden dinero y de vendedores ambulantes de baratijas religiosas.
“Vivo aquí”, mencionó el mexicano José Félix, de 49 años, quien trabaja como conductor de taxi en California. “Pago mis impuestos allá”.
Desde hace décadas, el sueño de encontrar la manera de estar en Estados Unidos para escapar de la pobreza, la violencia y la persecución ha llevado a millones de personas a Tijuana, provenientes de todo México y Centroamérica, e incluso de lugares tan lejanos como el oeste de África.
Algunos esperan que les otorguen asilo u otra vía legal; muchos pagan a contrabandistas para que los lleven al otro lado.
Aunque estos migrantes son una presencia constante en la ciudad, de vez en cuando se convierten en noticias, como ha sucedido en las últimas semanas con la llegada de más de seis mil centroamericanos que viajan en caravanas desde Honduras.
Su largo viaje se detuvo frente al muro y su situación cada vez más desesperada solo enfatiza la desconexión entre aquellos que pueden cruzar un muro y aquellos a los que se les impide hacerlo.
Una mañana hace poco, mientras estos migrantes hacían fila para escribir sus nombres en la lista de espera para una entrevista de solicitud de asilo, un grupo de viajeros que llegaron a pie desde San Diego para comenzar un recorrido por Tijuana tomaron fotos de la fila de gente exhausta.
También hay momentos en los que se siente como si hubiera una auténtica amenaza a lo largo de la frontera.
La llegada de la caravana de migrantes ha llevado a los agentes fronterizos a un constante estado de alerta. Vestidos con ropa antimotines, llevaron a cabo varios ejercicios de entrenamiento en los puertos de entrada de San Ysidro y Otay Mesa en días recientes.
Un domingo de noviembre, varios cientos de migrantes trataron de cruzar la frontera en masa. La policía federal mexicana bloqueó con una barricada el cruce y los hizo retroceder lo más que pudo, mientras que los agentes fronterizos de Estados Unidos lanzaron gases lacrimógenos desde el otro lado del muro.
Esa embestida en la frontera sucedió a la vista de los medios internacionales, pero los intentos de cruce ilegal suelen hacerse con disimulo.
Al caer la noche se podía ver a contrabandistas con cuatro escaleras hechas a mano con el fin de ayudar a atravesar el muro a un par de migrantes.
Mientras una patrulla fronteriza se aproximaba, uno de los contrabandistas, en la tierra de nadie entre los muros, se apuró a volver a subir una escalera para bajarse de nuevo al lado mexicano.
Un oficial quitó las escaleras que el coyote había dejado, pero no quedaba duda de que pronto usaría otras; es una verdad casi ineludible aquí.
Hace unos años, un colectivo artístico japonés construyó una casa del árbol en el patio trasero de Esther Arias, con vista al otro lado del muro fronterizo.
Los artistas le dieron un nombre atrevido a la casa donde los nietos de Esther juegan, con la vista hacia un país que nunca visitan: “Centro de Visitantes de Estados Unidos”.
Jamileth
Notas Relacionadas
No hay notas relacionadas ...